14 diciembre 2014

Descubriendo...

Relato finalista seleccionado entre los 10 mejores del V Concurs de Narracions Curtes Josep Soler i Palet de Terrassa:

Corría por una ciudad que desconocía. Buscaba su casa pero no era capaz de encontrarla. No paraba de chocar con gente y esquivar vehículos. El ambiente era espeso y estresante. Monstruosos edificios levantaban aquella ciudad. Él notaba que alguien lo perseguía y que cada vez estaba más cerca. Pronto lo atraparían. Y no era la primera vez. Por fin encontró el lugar donde debería estar su casa, pero un enorme rascacielos ocupaba aquella esquina. Quiso preguntar qué había pasado con su casa, pero empezaron a desvanecerse él y esa ciudad...
La luz del sol por la ventana y la calor lo decidieron levantarse. Estaba ya despierto, pues el ajetreo de la casa le habían despertado hacía rato. No había querido levantarse hasta ese momento, pues seguía muy enfadado. Pensaba que no era justo que lo abofetearan y lo dejasen sin cenar la noche anterior. Lo abofeteó el maestro por reírse en clase, lo abofeteó el tendero cuando lo pilló robando un pan, lo abofeteó su madre por no quedarse en casa cuidando de sus hermanitos por la tarde y finalmente lo abofeteó su padre por... por todo.
En ese momento, lo que más le dolía era el hambre. Aquella noche había migas para cenar, y aquella noche precisamente las habían acompañado con un poco de tocino. Y él no había podido ni probarlo. Así que salió de la habitación teniendo únicamente en mente sus ganas de desayunar. Lo hizo sin hacer mucho ruido por no despertar a su hermano pequeño.
Se encontró con su madre, que estaba dándole el pecho a la más pequeña de la casa. Su padre no estaba en casa, ni su hermano mayor. Ambos habían salido muy temprano al monte, esperando poder cazar alguna liebre o conejo.
  • En la mesa tienes un jarro con leche y un poco de pan.- Le dijo su madre nada más verle - Come que tendrás hambre. ¡Ay Señor qué disgustos nos das a tu padre y a mí!
  • No hice nada malo...
  • ¡Ni se te ocurra replicarme, que te doy! Además, me enteré esta mañana de que volviste a fugarte de la escuela. ¿Cuántas veces ya van esta semana? ¿Tres? ¿Y dónde narices te metes? Qué vergüenza cuando me cruce con el maestro...
El bebé empezó a llorar. Probablemente, también tenía hambre. Apenas podía dar leche aquella madre flaca y envejecida por el trabajo y la miseria. El llanto de su hermanita le salvó de tener que responderle a su madre dónde se iba cuando se fugaba de la escuela, así que pudo comerse el pan y beberse la leche tranquilo.
Estaba contento porque era sábado y no había escuela. Como tampoco era domingo no había que ir a misa. El sábado, sin duda, era su día preferido de la semana. No recibiría capones ni del maestro ni del capellán.
Aun así estaba algo disgustado. Le hubiera gustado que su hermano mayor estuviera allí también con él. Podrían haber ido a bañarse a la charca a salpicar a las niñas que iban a lavar algunos trapos. O podrían haber ido a tirarle piedras al perro que encontraron en las afueras. O podrían haber ido a la plaza mayor y juntarse con el resto de niños del pueblo y jugar a la guerra. Pero no estaba. Pensaba que si fuera mayor podrían haberse ido los tres al monte a cazar conejos.
Terminó de desayunar y pidió permiso a su madre para salir afuera a dar una vuelta. Tuvo que jurarle que no se metería en líos. Cruzó los dedos al hacerlo, ya que ni él mismo sabía qué iba a hacer durante el día.
Salió a la calle y se encontró, como esperaba, con el Sol tórrido del verano sureño. La calor era inaguantable aunque intentaba caminar pegado a la poca sombra que daban las casas. Se dirigió al centro del pueblo, pues recordó que era día de mercado y que habría algo de bullicio.
Antes de llegar a la plaza mayor se detuvo, triste y pensativo, ante la taberna ya cerrada con tabiques de don Antonio. Le caía bien. Siempre que lo veía, don Antonio le explicaba algún chiste, chismorreo sobre alguien del pueblo o alguna bravuconada que le hacían partirse de risa. No entendía qué había ocurrido. Sólo sabía lo que le habían dicho sus padres, aquella noche en la que entraron tristes a casa. Su madre lloraba mientras cocinaba y no abrió la boca. Su padre le dijo algo sobre que a don Antonio se lo habían llevado al cuartel, y que posiblemente no lo volverían a ver más. También dijo que iba a pagar cara su amistad con el “zapatero”, el anterior alcalde, el de antes de la guerra, el de antes de las tristezas, el de antes de las lágrimas y el miedo, el de antes de los amigos que no volvían. Él apenas lo entendía. Antonio le hacía reír y ya no estaba. Y su taberna tenía las puertas cerradas, como la boca de su madre cuando callaba y lloraba.
Triste y con la cabeza mirando el suelo quemado del sol infernal, pasó delante del ayuntamiento en el momento que salía un hombre muy bien vestido: con traje, buenos zapatos y sombrero elegante. Como hacía una calor de mil diablos, el hombre se quitó su cazadora. En el momento de hacerlo, se le cayó algo al suelo sin que se diera cuenta y se marchó. En cambio, sí se percató de ello nuestro joven protagonista. Se acercó y vio en el suelo una pequeña cartera, donde sobresalían y se veían algunos billetes. Reaccionó rápido y sin pensarlo le dio una patada a la cartera, con la intención de que el dueño la viera. No la tiró lo suficientemente lejos, así que le volvió a dar una patada, y esta vez la cartera pasó al lado del hombre y la pudo ver. El hombre se giró, recogió su cartera y comprendió lo que había ocurrido. Blasfemó contra el chico llamándole “pilluelo y canijo engreído”, introdujo su cartera en un bolsillo y se marchó.
Nuestro muchacho se quedó de piedra. Le había devuelto la cartera. Podría haberse quedado con algún billete, o con todos, y no lo hizo. No sólo no le había dado las gracias sino que además escuchó cómo lo insultaba. En sus adentros esperaba recibir alguna moneda como recompensa: se lo merecía.
Aturdido y enfadado por la injusta escena que acababa de vivir, dio media vuelta y pensó en regresar a casa. Recordó que su madre seguiría enfadada, así que cambio de opinión y decidió salir del pueblo por el Camino Real. Tal vez, en las afueras, se encontrase con su padre y su hermano y les ayudase en la caza.
Se cruzó con algunos chicos mayores que él, que conocía de la escuela. Jugaban a la guerra. Llevaban palos y bastones sobre el hombro como si fueran fusiles o bayonetas, e imitaban un desfile mientras cantaban canciones bélicas. Los ignoró por completo. Al cruzarse con ellos vio algo extraño a unos veinte metros, fuera del camino, junto a una gran piedra...
Era un libro. ¿De quién era? El autor parecía ser un tal Alejandro no sé qué. No se molestó en leer el título del libro. ¿Quién había podido dejar aquel libro allí? Lo abrió en busca de alguna prueba que aclarase esas preguntas. Empezó a leer la primera página que abrió al azar:
El mensajero se inclinó sin proferir palabra, tomó la carta y la cédula, y partió. Decía la carta: Milady: concurrid al primer baile al que asista el duque de Buckingham. En su justillo lucirá doce herretes de diamantes; acercaos a él y cortadle dos. Tan pronto estén en vuestro poder los herretes, advertídmelo.”
Quedó estupefacto y con más dudas. ¿De quién era el libro? ¿Quiénes eran Milady y el duque de Buckinham? ¿Quién había escrito esa carta y por qué quería los herretes? ¿Qué diablos eran unos herretes?
Miró a su alrededor por si el dueño del libro estuviera cerca, pero no había nadie. En el pueblo casi nadie leía. El capellán con la Biblia y poco más. Estaba entusiasmado con este misterio, y se propuso solucionarlo encontrando a la persona que había dejado el libro allí.
También se propuso leer algo más de aquel libro cuando llegase a casa. Las líneas que había leído le habían provocado unas ganas terribles de entender aquella historia.
Siguió por el camino pensando en estas cosas cuando le adelantó un muchacho de unos dieciocho años, con cara larga, pómulos salientes, mandíbula prominente, mirada inteligente y nariz ganchuda, que viajaba en un caballo de pelaje amarillo. Se miraron a los ojos. No se conocían. Desde su caballo miró el libro que llevaba nuestro joven protagonista y sonrió. Quiso preguntarle si el libro era suyo, pero antes de eso golpeó las espuelas en su caballo y galopó hasta que pudo perderlo de vista.
Cuando el caballo desapareció, vio cómo bajaban del monte su padre y su hermano. Portaban un bulto en la saca. Hoy comerían carne. Les preguntó si habían visto al extraño muchacho en el caballo, la respuesta fue negativa. Les insistió porque tenían que haberlo visto, no era posible que no se cruzaran.
Ellos pensaron que eran fantasías de un niño que se aburría. Él empezó aquella noche a leer el libro, con dificultades, lentamente, hacía poco que había aprendido a leer. Aquella misma noche soñó que era un joven gascón, que salía de su pueblo, a caballo, a vivir aventuras, a conocer honorables amigos, a combatir a malvados conspiradores, a salvar doncellas. A la mañana siguiente volvió a despertarse acalorado, pero con la seguridad de saber de quién era aquel libro...

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