Relato finalista seleccionado entre los 10 mejores del V Concurs de Narracions Curtes Josep Soler i Palet de Terrassa:
Corría
por una ciudad que desconocía. Buscaba su casa pero no era capaz de
encontrarla. No paraba de chocar con gente y esquivar vehículos. El
ambiente era espeso y estresante. Monstruosos edificios levantaban
aquella ciudad. Él notaba que alguien lo perseguía y que cada vez
estaba más cerca. Pronto lo atraparían. Y no era la primera vez.
Por fin encontró el lugar donde debería estar su casa, pero un
enorme rascacielos ocupaba aquella esquina. Quiso preguntar qué
había pasado con su casa, pero empezaron a desvanecerse él y esa
ciudad...
La
luz del sol por la ventana y la calor lo decidieron levantarse.
Estaba ya despierto, pues el ajetreo de la casa le habían despertado
hacía rato. No había querido levantarse hasta ese momento, pues
seguía muy enfadado. Pensaba que no era justo que lo abofetearan y
lo dejasen sin cenar la noche anterior. Lo abofeteó el maestro por
reírse en clase, lo abofeteó el tendero cuando lo pilló robando un
pan, lo abofeteó su madre por no quedarse en casa cuidando de sus
hermanitos por la tarde y finalmente lo abofeteó su padre por... por
todo.
En
ese momento, lo que más le dolía era el hambre. Aquella noche había
migas para cenar, y aquella noche precisamente las habían acompañado
con un poco de tocino. Y él no había podido ni probarlo. Así que
salió de la habitación teniendo únicamente en mente sus ganas de
desayunar. Lo hizo sin hacer mucho ruido por no despertar a su
hermano pequeño.
Se
encontró con su madre, que estaba dándole el pecho a la más
pequeña de la casa. Su padre no estaba en casa, ni su hermano mayor.
Ambos habían salido muy temprano al monte, esperando poder cazar
alguna liebre o conejo.
- En la mesa tienes un jarro con leche y un poco de pan.- Le dijo su madre nada más verle - Come que tendrás hambre. ¡Ay Señor qué disgustos nos das a tu padre y a mí!
- No hice nada malo...
- ¡Ni se te ocurra replicarme, que te doy! Además, me enteré esta mañana de que volviste a fugarte de la escuela. ¿Cuántas veces ya van esta semana? ¿Tres? ¿Y dónde narices te metes? Qué vergüenza cuando me cruce con el maestro...
El
bebé empezó a llorar. Probablemente, también tenía hambre. Apenas
podía dar leche aquella madre flaca y envejecida por el trabajo y la
miseria. El llanto de su hermanita le salvó de tener que responderle
a su madre dónde se iba cuando se fugaba de la escuela, así que
pudo comerse el pan y beberse la leche tranquilo.
Estaba
contento porque era sábado y no había escuela. Como tampoco era
domingo no había que ir a misa. El sábado, sin duda, era su día
preferido de la semana. No recibiría capones ni del maestro ni del
capellán.
Aun
así estaba algo disgustado. Le hubiera gustado que su hermano mayor
estuviera allí también con él. Podrían haber ido a bañarse a la
charca a salpicar a las niñas que iban a lavar algunos trapos. O
podrían haber ido a tirarle piedras al perro que encontraron en las
afueras. O podrían haber ido a la plaza mayor y juntarse con el
resto de niños del pueblo y jugar a la guerra. Pero no estaba.
Pensaba que si fuera mayor podrían haberse ido los tres al monte a
cazar conejos.
Terminó
de desayunar y pidió permiso a su madre para salir afuera a dar una
vuelta. Tuvo que jurarle que no se metería en líos. Cruzó los
dedos al hacerlo, ya que ni él mismo sabía qué iba a hacer durante
el día.
Salió
a la calle y se encontró, como esperaba, con el Sol tórrido del
verano sureño. La calor era inaguantable aunque intentaba caminar
pegado a la poca sombra que daban las casas. Se dirigió al centro
del pueblo, pues recordó que era día de mercado y que habría algo
de bullicio.
Antes
de llegar a la plaza mayor se detuvo, triste y pensativo, ante la
taberna ya cerrada con tabiques de don Antonio. Le caía bien.
Siempre que lo veía, don Antonio le explicaba algún chiste,
chismorreo sobre alguien del pueblo o alguna bravuconada que le
hacían partirse de risa. No entendía qué había ocurrido. Sólo
sabía lo que le habían dicho sus padres, aquella noche en la que
entraron tristes a casa. Su madre lloraba mientras cocinaba y no
abrió la boca. Su padre le dijo algo sobre que a don Antonio se lo
habían llevado al cuartel, y que posiblemente no lo volverían a ver
más. También dijo que iba a pagar cara su amistad con el
“zapatero”, el anterior alcalde, el de antes de la guerra, el de
antes de las tristezas, el de antes de las lágrimas y el miedo, el
de antes de los amigos que no volvían. Él apenas lo entendía.
Antonio le hacía reír y ya no estaba. Y su taberna tenía las
puertas cerradas, como la boca de su madre cuando callaba y lloraba.
Triste
y con la cabeza mirando el suelo quemado del sol infernal, pasó
delante del ayuntamiento en el momento que salía un hombre muy bien
vestido: con traje, buenos zapatos y sombrero elegante. Como hacía
una calor de mil diablos, el hombre se quitó su cazadora. En el
momento de hacerlo, se le cayó algo al suelo sin que se diera cuenta
y se marchó. En cambio, sí se percató de ello nuestro joven
protagonista. Se acercó y vio en el suelo una pequeña cartera,
donde sobresalían y se veían algunos billetes. Reaccionó rápido y
sin pensarlo le dio una patada a la cartera, con la intención de que
el dueño la viera. No la tiró lo suficientemente lejos, así que le
volvió a dar una patada, y esta vez la cartera pasó al lado del
hombre y la pudo ver. El hombre se giró, recogió su cartera y
comprendió lo que había ocurrido. Blasfemó contra el chico
llamándole “pilluelo y canijo engreído”, introdujo su cartera
en un bolsillo y se marchó.
Nuestro
muchacho se quedó de piedra. Le había devuelto la cartera. Podría
haberse quedado con algún billete, o con todos, y no lo hizo. No
sólo no le había dado las gracias sino que además escuchó cómo
lo insultaba. En sus adentros esperaba recibir alguna moneda como
recompensa: se lo merecía.
Aturdido
y enfadado por la injusta escena que acababa de vivir, dio media
vuelta y pensó en regresar a casa. Recordó que su madre seguiría
enfadada, así que cambio de opinión y decidió salir del pueblo por
el Camino Real. Tal vez, en las afueras, se encontrase con su padre y
su hermano y les ayudase en la caza.
Se
cruzó con algunos chicos mayores que él, que conocía de la
escuela. Jugaban a la guerra. Llevaban palos y bastones sobre el
hombro como si fueran fusiles o bayonetas, e imitaban un desfile
mientras cantaban canciones bélicas. Los ignoró por completo. Al
cruzarse con ellos vio algo extraño a unos veinte metros, fuera del
camino, junto a una gran piedra...
Era
un libro. ¿De quién era? El autor parecía ser un tal Alejandro no
sé qué. No se molestó en leer el título del libro. ¿Quién había
podido dejar aquel libro allí? Lo abrió en busca de alguna prueba
que aclarase esas preguntas. Empezó a leer la primera página que
abrió al azar:
“El
mensajero se inclinó sin proferir palabra, tomó la carta y la
cédula, y partió. Decía la carta: Milady:
concurrid al primer baile al que asista el duque de Buckingham. En su
justillo lucirá doce herretes de diamantes; acercaos a él y
cortadle dos. Tan pronto estén en vuestro poder los herretes,
advertídmelo.”
Quedó
estupefacto y con más dudas. ¿De quién era el libro? ¿Quiénes
eran Milady y el duque de Buckinham? ¿Quién había escrito esa
carta y por qué quería los herretes? ¿Qué diablos eran unos
herretes?
Miró
a su alrededor por si el dueño del libro estuviera cerca, pero no
había nadie. En el pueblo casi nadie leía. El capellán con la
Biblia y poco más. Estaba entusiasmado con este misterio, y se
propuso solucionarlo encontrando a la persona que había dejado el
libro allí.
También
se propuso leer algo más de aquel libro cuando llegase a casa. Las
líneas que había leído le habían provocado unas ganas terribles
de entender aquella historia.
Siguió
por el camino pensando en estas cosas cuando le adelantó un muchacho
de unos dieciocho años, con cara larga, pómulos salientes,
mandíbula prominente, mirada inteligente y nariz ganchuda, que
viajaba en un caballo de pelaje amarillo. Se miraron a los ojos. No
se conocían. Desde su caballo miró el libro que llevaba nuestro
joven protagonista y sonrió. Quiso preguntarle si el libro era suyo,
pero antes de eso golpeó las espuelas en su caballo y galopó hasta
que pudo perderlo de vista.
Cuando
el caballo desapareció, vio cómo bajaban del monte su padre y su
hermano. Portaban un bulto en la saca. Hoy comerían carne. Les
preguntó si habían visto al extraño muchacho en el caballo, la
respuesta fue negativa. Les insistió porque tenían que haberlo
visto, no era posible que no se cruzaran.
Ellos
pensaron que eran fantasías de un niño que se aburría. Él empezó
aquella noche a leer el libro, con dificultades, lentamente, hacía
poco que había aprendido a leer. Aquella misma noche soñó que era
un joven gascón, que salía de su pueblo, a caballo, a vivir
aventuras, a conocer honorables amigos, a combatir a malvados
conspiradores, a salvar doncellas. A la mañana siguiente volvió a
despertarse acalorado, pero con la seguridad de saber de quién era
aquel libro...