29 octubre 2009

La moral del hombre invisible

Tras una agradable y reciente velada con mis morales amigos, pervivió en mí el debate interno sobre la moral y sus causas que espero trasladar aquí después de tanto tiempo de inactividad blogera. Cualquier excusa es buena.

El no matarás, cuyo origen primitivo bien podría responder a una estrategia evolutiva de éxito, según la cual las sociedades que mataban arbitrariamente no consiguieron dejar mucha descendencia, es un ejemplo extremo aunque provocativo pero, lejos de cuestiones evolutivas y hormonales, hablemos como seres superiores que somos: morales, culturales y tecnológicos. Este no matarás, que toma un carácter religioso por mandato divino, y más tarde humano por mandato interno de la razón (el Imperativo categórico de Kant) se torna a lo largo de la historia una ley civil surgida y realimentada por lo que llamamos "valor moral". Pero aquél que flojee en su moral y quiebre la ley será castigado por el resto de la sociedad, humillado, despojado de sus derechos de ciudadano libre y, en ocasiones, torturado y ejecutado.

¿Por qué no matamos? ¿Debido a un mandato interior (conciencia, moral, ética...) ajeno a las leyes oficiales o por esquivar el dolor, razón mucho más cercana a lo biológico (el dolor que supondría verse apartado de la sociedad, humillado, encarcelado...)? Quizá la pregunta no ha lugar, porque la respuesta es simplemente que sí matamos. Lo hacemos teniendo el arma adecuada, la oportunidad, el móvil y sobretodo la ausencia de testigos o, en su defecto, un consentimiento más o menos velado de la comunidad. Pero, tal vez, mis pretensiones fueron demasiado extremas, lo admito. Rebajemos la importancia del acto en sí, así como del castigo por hacerlo. ¿Por qué no robamos en el supermercado?, ¿por qué no espiamos a la vecina/vecino mientras se ducha?

Pero, si no importase la pregunta, ¿cuál es la situación en la que nos despojamos de accesorios y permite diferenciar claramente una causa altruista por el bien social del egoísta temor a ser castigado? Recordé entonces la famosa historia del hombre invisible.

Cuando el hombre común se torna invisible, un nuevo mundo se abre ante él. No es nuevo porque lo externo haya cambiado, todo lo contrario. Las leyes externas permanecen pero él ya no puede ser visto si se hurga en la nariz. El hombre invisible roba y espía a la vecina sin temor porque, tras unas horas o días de excitante confusión, se embriaga de ese estado dionisiaco en el que los griegos, o al menos algunos griegos, o quizá sólo el ideal griego de algunos expertos en lo griego daban rienda suelta. ¿O es que vamos a dudar de ello? ¿Permanece el hombre invisible años y años en un mundo de visibles ciudadanos temerosos de Dios -y de la ley del Hombre- sin llevarse unos cacahuetes de la tienda de la esquina o sin orinar en la calle pese a las ordenanzas municipales? Y, después de nimios escarceos, ¿qué no hará el hombre invisible sabedero de su poder y de que las más obscenas conductas no le supondrán ninguna consecuencia social?

Sigamos girando la tuerca, como Henry James, por acercar posturas con mis queridos y morales amigos. Coloquemos ahora al hombre invisible en una sociedad de hombres invisibles.
Todos pueden ahora delinquir sin ser vistos, no obstante, imaginemos algún mecanismo mediante el cual los ciudadanos pueden relacionarse -a tientas-, emparejarse, tener descendencia, drogarse, ir al supermercado y ver la televisión. En tal situación, mis morales amigos me advertirían que los valores morales preexistentes en las mentes de los ciudadanos (existentes antes de la milagrosa transformación) harán pronto que las leyes se sigan respetando más o menos como antes, a pesar de no ser vistos si las quebrantan. Porque, de otro modo, estaríamos admitiendo que si no hay castigo externo el valor moral pierde su razón de ser y se desmorona. Ya lo hizo con nuestro único y privilegiado hombre invisible pero tal vez ocurrió así porque era precisamente único en una sociedad que sí funcionaba mediante unas normas. La diferencia, el ser distinto era aquí el factor que rompía las reglas del juego.

Esa es la duda que me asaltaba, pues a veces lo que llamamos "valor moral" parece más bien un eufemismo de "temor al castigo". Por supuesto, es más gratificante creer que nos rodeamos de personas rectas inundadas de nobles principios universales que de miedosos semejantes cuyos actos dependen de algo tan vanal como el dinero de una posible multa o el temor a la soledad.

No niego lo moral. La moral existe, pero no creo que sea lo que decimos que es.